Benigno María Hernández Manzaneda
Dicen que hay hombres que no necesitan estatuas para ser recordados, porque su huella vive en la obra de sus hijos. Así fue Benigno María Hernández Manzaneda, nació el 13 de febrero de 1830 en San Alejo de Boconó, estado Trujillo, en los tiempos en que Venezuela aún se levantaba entre montañas, oración y trabajo.
Hijo de una tierra fértil y de una época de esfuerzos, Benigno creció rodeado de tradiciones andinas: el respeto por la palabra dada, la devoción a Dios y la firme convicción de que la educación era el único camino para elevar el espíritu. Era un hombre culto, lector, de temple sereno y mirada profunda. En su hogar, la fe no era un adorno, sino una costumbre diaria.
Con el tiempo, se unió en matrimonio con Josefa Antonia Cisneros Mansilla, y juntos formarían una familia marcada por la humildad, el estudio y la oración. De esa unión nació José Gregorio Hernández, el hijo que llevaría su apellido más allá de las fronteras, convertido en símbolo de ciencia y santidad.
Benigno no fue político ni caudillo, pero tuvo un don que pocos poseen: la sabiduría de enseñar con el ejemplo. Le mostró a su hijo que el conocimiento debía servir, no envanecer; que el poder más grande es el que se ejerce para ayudar; y que la fe no se predica con palabras, sino con obras.
A través de su conducta recta y su fe inquebrantable, Benigno dejó en José Gregorio tres herencias que marcarían su destino:
- El amor a Dios, como raíz y brújula.
- El respeto al saber, como herramienta de servicio.
- La humildad, como sello de toda grandeza verdadera.
Dicen que detrás de cada alma luminosa hay un hogar que supo encenderla sin apagar su libertad. Así fue la casa de los Hernández en Isnotú, y así fue el ejemplo de Benigno: un padre que nunca buscó gloria, pero formó un hombre que alcanzó la eternidad.
Porque al final —como diría Don Refrán—
“El árbol se conoce por su fruto… y el fruto de Benigno fue bendito.”
Y es que en tiempos donde muchos buscan dejar herencias materiales, la historia de Benigno María Hernández Manzaneda nos recuerda que el legado más duradero no se escribe con dinero, sino con valores. Que formar un buen hijo, un ciudadano justo o un hombre de fe es una obra tan grande como levantar una catedral.
Benigno sembró fe y virtud en el alma de su hijo, sin saber que, un día, ese mismo hijo sería la oración viva de un pueblo entero.
Y así, desde su silencio, nos enseña que los grandes cambios comienzan siempre en casa, con el ejemplo sereno de un buen padre.
